Papini. No sé bien porque este autor no es más conocido, porque realmente es increíble. Su lectura es de lo más agradable, y tiene una manera de escribir que es a la vez entretenida y profunda. Ahora terminé de leer un libro que se titula “Lo trágico de lo cotidiano y el Piloto Ciego” que, al igual que Gog, son un conjunto de historias pequeñas, sin relación entre sí. Quisiera ponerles el libro entero, pero como no tengo ese tiempo, les pongo uno de los cuentos que más me gustó.
No lo lean de la página que está largo. Impímanlo y leánlo tranquilo en la noche. Tal vez con una copa de vino, un tabaquito y unas boquitas para que lo disfruten. Puede ser que no les guste el estilo, como a mí, pero sino les gusta ahí le aprietan….al menos habrán disfrutado de un vinito.
Los Consejos de Hamlet
Giovanni Papini
Una noche sin estrellas mientras caminaba a lo largo del río pensando acerca de un sueño extravagante, el príncipe Hamlet, que desde hace mucho tiempo me honra con su amistad, se puso a mi lado y dijo:
-Amigo, tú comienzas desde ahora a estar enfermo de podredumbre. Ninguno se ha dado todavía el placer de anunciártelo, pero yo no sé proceder de otra manera. No te toques la frente, ni te pongas pálido. Aun cuando haya pasado mis mejores años en la triste Wittemberg no soy doctor. Sin embargo siento desde lejos el olor de ese terrible morbo del que no hablan los médicos de grandes barbas impresionantes. Tu mal está en el espíritu, amigo mío, y solamente en el espíritu. Yo también, hace mucho tiempo, estuve enfermo y fue necesaria una espada bien afilada y una poción bien amarga para curarme del todo. Ahora, desde hace muchos siglos, estoy en perfecta salud y por ello es, quizás, que me entretengo ocupándome de la salud de los demás. Esta noche voy tras la tuya. Cúrate; te repito que estás gravemente, terriblemente, pelígrosamente enfermo.
Dicho esto se calló y siguió caminando a mi lado. Le contemplé -¡cuánto había adelgazado el buen príncipe Hamlet!- y dije:
–Y ¿no puedes decirme, príncipe, cuál es mi mal y cómo liberarme de él?
Hamlet se volvió y esbozó una sonrisa. Acto seguido, con la mano -cuán fría y leve era aquella mano suya!-me condujo debajo de un farol. Y cuando estuvimos iluminados por sus destellos rojizos se puso frente a mí, miróme fijamente a los ojos y dijo lentamente:
~Mírame; te me asemejas.
Y desde aquel momento ya no he vuelto a ver más el rostro del príncipe Hamlet.
¡No he vuelto a verte más, oh buen príncipe!, mas he pensado tantas veces en aquellas tus últimas palabras estas noches plenas de calor sensual y de perfume de hierba sagrada! Y he buscado el mal por causa del cual te me asemejo, melancólico príncipe, y creo haberlo encontrado, ese mal pavoroso del que ni siquiera osaste pronunciar el nombre. En lugar de la espada y el veneno fue eso lo que te mató, enigmático Hamlet, y ese es el mal que nos hermana en las noches solitarias durante las cuales vienes a visitarme y me dices con voz velada tantas cosas singulares y graciosas que no oyeron ni Horacio ni Polonio.
Y ese mal, Hamlet, ese mal terrible, ¿no es por acaso el pensamiento, no es tal vez la reflexión de sí? ¿No eres tú quizás el héroe melancólico de aquella familia de hombres que piensan en lo que querrían y deberían hacer en Iugar de hacerlo? ¿No crea acaso uno de esos espíritus y afeminados que prefieren las palabras, que son hembras, a los actos, que son machos?
Y ese mal, príncipe de Dinamarca, no sólo está infiltrando su tóxico en el alma mía. ¡En este tiempo y en esta tierra no sólo yo me asemejo a ti, sino que todos aquellos que me rodean se asemejan a nosotros! Hay, desde luego, una tribu de Hamlets a los cuales no se les ha aparecido todavía ningún fantasma, y no son esperados por ningún padre no vengado, sino que llevan en el ánimo, como tú, el mal sutil y terrible de la reflexión que corroe y del deseo que titubea. También en mí, en ellos también, como en ti, la pálida sombra del pensamiento decolora al presente el rico tejido de la vida.
Mas tú te curaste con la muerte. Y nosotros queremos vivir, ¿sabes? Queremos vivir aún con el pecho abierto, aun con el pie que no avanza. ¡Queremos vivir a marchas forzadas, en tiempo acelerado –una vida que no sea caminar sino correr, danzar, volar!
No he vuelto a verte, ¡oh, buen príncipe!, aun cuando en mi corazón me parece que hoy hablas tú por mi boca. Claro que no podría jurarlo. Así como tú fluctúas entre la angustia y la ironía, así no sé decir si es mi alma la que habla en ti o si es la tuya la que habla en mí. Pero estas son, indudablemente, las palabras que debiste decir:
-¡Adelante, amigos, adelante todavía! ¡Valor! ¿Son suficientemente cortantes vuestras espadas, lo bastante agudas vuestras armas? No os asustéis ante un poco de sangre, no tembléis si vuestra alma gime un poco. ¡Sin debilidades, amigos, sin temores! Seguid trabajando, ahondad, escudriñad, en el fondo, abajo, más abajo todavía, precisamente en lo más hondo, en la profundidad más íntima y recóndita. No dejad cubierta fibra alguna, haced que no quede intacto un solo receptáculo, un solo rincón oscuro. Buscad bien adentro, poned al descubierto toda llaga y todo nervio fino, y todo hueso duro. ¡No os detengáis en la osamenta! Dentro del hueso hay otra cosa que vive, hay sangre que resbala, hay pulpa y médula. No tengáis piedad, amigos, ninguna, ninguna, ninguna piedad. Desgarrad vuestra alma entera y ponedla al sol. Aun cuando se ponga seca, aunque se queme no importa. Es preciso ponerse a sí mismo al descubierto, en trozos, delante de la gente. Amigos míos, sed los cirujanos, los carniceros, los descuartizadores de vuestra alma.
Como el héroe de Terencio, que cada uno se atormente a sí mismo sin tregua -como el Dios que se ofreció en holocausto, que cada uno se brinde también a los demás. Que todos sepan, en la ciudad, en la patria e incluso fuera, lejos si es posible, que en estos tiempos no vamos a la iglesia para coquetear con Cristo o que hemos soñado
aventuras y viajes circulares e imaginarios. Hagamos saber al mundo que ayer nos recreábamos con Apolo y que hoy vamos hacia Weimar, que somos viejos y que somos jóvenes, que hace tiempo hemos dejado a Nietsche a mitad de camino y que mañana, quizás, abandonaremos al poeta caudillo. ¡Seamos, en resumen, los pregoneros, los narradores de nosotros mismos! ¿No es acaso este el signo de nuestra superioridad? ¿No es quizás la aureola de nuestra grandeza?
¡Por consiguiente aceptemos el cargo, no nos detengamos para hacer y rehacer nuestras cuentas. Cada día pesémoslas en la balanza del espíritu, tomémonos el pulso a
cada hora, publiquemos cada década el boletín de nuestra salud o de nuestra enfermedad!
Y sobre todo hagamos proyectos, amigos míos. Hagamos muchos, grandes y continuos proyectos. ¿No es quizá el proyecto como el té, el café, el opio o el haschisch de la vida? ¿No es acaso el sustituto, el reemplazante, la fianza de la realidad? ¡Dios dulcísimo y benignísimo, cuánto te he amado y mecido y acariciado en el secreto de mi alma! ¿Quién cantará tus loas, quién hará tu apología con prólogo, notas y apéndice? ¿Quién te amará jamás como te he amado yo?
Dos felicidades, ¡oh divino!, son las que tú ofreces a los hombres. La de tener un pretexto para no hacer nada en espera de la selección -y la, del convencimiento de que se goza en el presente lo que se medita para el futuro. Tú eres, por consiguiente, ¡oh proyecto!, el doble y santo sendero del reposo, la doble escalera de ascensión al ocio perfecto.
¡Hagamos pues proyectos, amigos! Que nuestra vida esté hecha de planes y designios. Que la muerte no halle en nosotros sino promesas, que la vida no sea para nosotros más que una espera de lo eterno. Pero, ¿qué digo? Todo esto a que os exhorto, vosotros lo hacéis, lo habéis hecho. Confesad más bien que no habéis hecho sino esto. ¿No somos, por ahora, hombres que hacen un enorme consumo de fantasía, y no somos acaso los castos esposos prometidos de la vida y de la gloria?
Escuchamos rugir la vida en torno nuestro cual si fuera un gran mar, entre el canto de las sirenas y el estruendo de los destrozos. Pero todavía estamos aquí, en la orilla, con los pies entre la arena que cede, ni siquiera hemos pisado las primeras oleadas. Tampoco estamos todos en la orilla. Muchos de nosotros se hallan aun encerrados en sus casas, en sus viejos caserones, entre el hogar paterno y la celda mística. Y los veo, a estos muchachos grandes, que tienen ante sí grandes mapas y con el dedo señalan los caminos y con los ojos siguen los confines. Y abajo de cada mapa hay dos palabras: El mundo.
Todas las noches, cuando las estrellas nos vuelven más pensativos, cuando los hombres regresan del trabajo y tienen tiempo de pensar en lo que han hecho o harán, cuando pasan por las calles los cantos y los sonidos de aquellos que no pueden olvidar, nos ponemos frente a nuestros mapas y buscamos con los ojos un poco húmedos y la mano un poco temblorosa, el itinerario de nuestra vida.
¡Ansiedad terrible la de esta hora de indagaciones! ¡Miedo terrible de los abismos y los cenegales! Todo se encuentra marcado en estos mapas con signos ligeros y en diversos colores. Ahí está, a un lado, el País de la Ternura, pintado de azul y rosa, con bosquecillos bien arreglados, con riachuelos de plata en los cuales se deslizan pececillos de oro. Mas también está el París del Terror, lóbrego por tanto bosque, manchado de sangre, erizado de montañas, sin ríos ni lagos, árido y cruel como el corazón del que muere por caula de la ira. Y al lado, casualidad extraña, se halla el País del Sueño, cubierto de nieblas variables, con la vivacidad de ágiles linces, lleno de fantasmagorías, con desiertos que se animan al soplo del Hada Morgana, del espejismo, con precipicios que hacen nacer milagrosamente los puentes bajo los pies de los peregrinos, Y más lejos se ve el País de los Negocios, con su tierra bien fértil y sus establos atestados; el País de Dios con las chozas de los eremitas y las armonías de las basílicas; el País de la Palabra, rumoroso de gritos y hediondo de resuellos.
Todos estos países y muchos otros más son los que vemos, en el mapa del mundo, por la noche, bajo la luz familiar del quinqué. Y vemos los caminos que conducen
a los tesoros y que llevan a los éxtasis; que nos dirigen a la cuna del niño o nos arrojan al océano sin orillas, que poseen por mitad la locura o la potencia, la sepultura o el trono. Todos los vemos y los seguimos, marcándolos lentamente sobre el mapa con nuestro dedo febril. Y las horas pasan graves y tristes, pasan los hombres que alborotan, pasan las mujeres que ríen, y nosotros seguimos todavía las revueltas de los caminos y descubrimos los atajos, adivinamos los senderos e indicamos a nuestro cuerpo que aguarda, el retiro perfecto o la conquista de toda tierra. En tanto pasa el tiempo con su tácita crueldad. Le oímos cruzar ante nuestra puerta pisoteando como un ejército de demonios. Cada día es un demonio, cada hora es un demonio, cada minuto es un demonio, amigos míos. ¿Nadie lo advierte; nadie lo dice en voz alta? ¿Habré pues de recordaros con horror que cada día, cada hora, cada minuto nos hace menos jóvenes, menos fuertes, menos eternos? ¿Habré de haceros temblar pensando en la muerte del tiempo, en la muerte de la vida, en la muerte que no conoce redentores, que no sabe de resurrecciones? ¿Habré de deciros una vez más, con espanto y zozobra, que tenemos poco hilo del que tirar, poco aire que respirar, pocas bocas que besar, pocos instantes para crear?
¿No pensáis nunca en, todo esto? ¿No advertís este acoso del rápido destino que no descansa nunca? Y ¿no os ha sorprendido nunca, mientras despedazáis vuestra alma, mientras sacáis vuestros andrajos al balcón, mientras trazáis vuestros itinerarios, no os ha sorprendido nunca el desdén, el desprecio, el asco de vosotros mismos? ¿No tenéis nunca un ímpetu violento que os haga salir de la sala anatómica y abandonar los mapas geográficos, no experimentáis jamás un deseo salvaje de ocultar vuestro Interior y de rasgar vuestro mapamundi pintado?
¡Amigos míos, hacedlo siquiera por una vez! Decid: ¿Es que estamos aquí para hacer de nosotros un espectáculo? ¿Qué divino empresario nos ha contratado? ¿Es
que estamos en una feria para arrojar por la boca la escoria dorada, como un prestidigitador vagabundo? ¿Debemos consumir la vida migaja a migaja, gota a gota, diciendo lo que haremos en lugar de hacer, en marcar con curvas elegantes los viajes que no emprenderemos, en señalar sobre el mapa los triunfos que no obtendremos, en trazar los caminos que no conocerán nuestras pisadas?
Un pequeño esfuerzo, amigos. Arrojemos nuestros mapas a ese mar furioso y espumeante que tanto nos atrae. El mar es un dios prudente que sabe guardar los secretos; no nos traicionará. No arrojará a la orilla los cadáveres de nuestros propósitos. Acabemos, un día, de referir con bellas palabras lo que somos o tratamos de ser; dejemos de proponernos con acentos heroicos las fugas heroicas y las exploraciones -y caminemos. Que las palabras sean por última vez criados que no preceden a rey alguno.
¡Dirijámonos pues al sur, o bien hacia el norte! Clásicos o románticos, ¡qué importa! ¡Con Cristo o con Satanás, lo que sea! Líricos o dialécticos, dueños de palabras
o capitanes de voluntad; lo que queramos o podamos o sepamos. Pero hagamos algo, en nombre de Dios, démonos a nosotros, a los compañeros, a los enemigos, nuestra obra, la prueba de nuestra potencia conquistadora o generadora.
¡Que cada uno lleve a cabo su propia labor, por grande o pequeña que sea, que todos recojan su cosecha, bien sea de humilde avena o de rubio grano!
La nave se halla cerca de la orilla, en el puerto, calafateada con alquitrán negro, con todas las velas al viento, luciendo todas las banderas. El capitán, a proa, otea el horizonte; nuestro hombre está inclinado sobre las cartas de navegación oceánica buscando la ruta futura. Mas la nave permanece próxima á la orilla, las anclas están todavía fijas en el fondo, la nave no se mueve, la nave no zarpa aún.
En las puertas de la ciudad el caballero ha montado a caballo. El animal está enjaezado, el caballero lleva en su mano el arco nervioso, y al costado la espada oscura. Pero el caballo no mueve una pata, el caballero no lanza flechas, la espada no sale de la vaina.
Tú, hombre, estás en el solid de la vida, y se perciben tus ojos fríos que ven lejos, se oye el palpitar de tu corazón que desea y aborrece con igual vehemencia, se escucha tu respiración silbante, de fiera, que está a punto de lanzarse sobre la tierra.
Mas he aquí que a la hora de la espera sucede la de la impaciencia. La nave se mueve y se agita sobre el espejo de las aguas y hace lanzar quejidos a las amarras que la retienen junto a la orilla –el caballo patalea y relincha y tiende el belfo adelante, hacia el prado que husmea, hacia el campo que semeja una marea.. .
Giovanni Papini
Una noche sin estrellas mientras caminaba a 10 largo del río pensando acerca de un sueño extravagante, el príncipe Hamlet, que desde hace mucho tiempo me honra con su amistad, se puso a mi lado y dijo:
-Amigo, tú comienzas desde ahora a estar enfermo de podredumbre. Ninguno se ha dado todavía el placer de anunciártelo, pero yo no sé proceder de otra manera. No
te toques la frente, ni te pongas pálido. Aun cuando haya pasado mis mejores años en la triste Wittemberg no soy doctor. Sin embargo siento desde lejos el olor de ese terrible morbo del que no hablan los médicos de grandes barbas impresionantes. Tu mal está en el espíritu, amigo mío, y solamente en el espíritu. Yo también, hace mucho tiempo, estuve enfermo y fue necesaria una espada bien afilada y una poción bien amarga para curarme del todo. Ahora, desde hace muchos siglos, estoy en perfecta salud y por ello es, quizás, que me entretengo ocupándome de la salud de los demás. Esta noche voy tras la tuya. Cúrate; te repito que estás gravemente, terriblemente, pelígrosamente
enfermo.
Dicho esto se calló y siguió caminando a mi lado. Le contemplé -¡cuánto había adelgazado el buen príncipe Hamlet!- y dije:
–Y ¿no puedes decirme, príncipe, cuál es mi mal y cómo liberarme de él?
Hamlet se volvió y esbozó una sonrisa. Acto seguido, con la mano -cuán fría y leve era aquella mano suya!-me condujo debajo de un farol. Y cuando estuvimos iluminados por sus destellos rojizos se puso frente a mí, miróme fijamente a los ojos y dijo lentamente:
~Mírame; te me asemejas.
Y desde aquel momento ya no he vuelto a ver más el rostro del príncipe Hamlet.
¡No he vuelto a verte más, oh buen príncipe!, mas he pensado tantas veces en aquellas tus últimas palabras estas noches plenas de calor sensual y de perfume de hierba sagrada! Y he buscado el mal por causa del cual te me asemejo, melancólico príncipe, y creo haberlo encontrado, ese mal pavoroso del que ni siquiera osaste pronunciar el nombre. En lugar de la espada y el veneno fue eso lo que te mató, enigmático Hamlet, y ese es el mal que nos hermana en las noches solitarias durante las cuales vienes a visitarme y me dices con voz velada tantas cosas singulares y graciosas que no oyeron ni Horacio ni Polonio.
Y ese mal, Hamlet, ese mal terrible, ¿no es por acaso el pensamiento, no es tal vez la reflexión de sí? ¿No eres tu quizás el héroe melancólico de aquella familia de hombres que piensan en lo que querrían y deberían hacer en Iugar de hacerlo? ¿No crea acaso uno de esos espíritus y afeminados que prefieren las palabras, que son hembras, a los actos, que son machos?
Y ese mal, príncipe de Dinamarca, no sólo está infiltrando su tóxico en el alma mía. ¡En este tiempo y en esta tierra no sólo yo me asemejo a ti, sino que todos aquellos que me rodean se asemejan a nosotros! Hay, desde luego, una tribu de Hamlets a los cuales no se les ha aparecido todavía ningún fantasma, y no son esperados por ningún padre no vengado, sino que llevan en el ánimo, como tú, el mal sutil y terrible de la reflexión que corroe y del deseo que titubea. También en mí, en ellos también, como en ti, la pálida sombra del pensamiento decolora al presente el rico tejido de la vida.
Mas tú te curaste con la muerte. Y nosotros queremos vivir, ¿sabes? Queremos vivir aún con el pecho abierto, aun con el pie que no avanza. ¡Queremos vivir a marchas forzadas, en tiempo acelerado –una vida que no sea caminar sino correr, danzar, volar!
No he vuelto a verte, ¡oh, buen príncipe!, aun cuando en mi corazón me parece que hoy hablas tú por mi boca. Claro que no podría jurarlo. Así como tú fluctúas entre la angustia y la ironía, así no sé decir si es mi alma la que habla en ti o si es la tuya la que habla en mí. Pero estas son, indudablemente, las palabras que debiste decir:
-¡Adelante, amigos, adelante todavía! ¡Valor! ¿Son suficientemente cortantes vuestras espadas, lo bastante agudas vuestras armas? No os asustéis ante un poco de sangre, no tembléis si vuestra alma gime un poco. ¡Sin debilidades, amigos, sin temores! Seguid trabajando, ahondad, escudriñad, en el fondo, abajo, más abajo todavía, precisamente en lo más hondo, en la profundidad más íntima y recóndita. No dejad cubierta fibra alguna, haced que no quede intacto un solo receptáculo, un solo rincón oscuro. Buscad bien adentro, poned al descubierto toda llaga y todo nervio fino, y todo hueso duro. ¡No os detengáis en la osamenta! Dentro del hueso hay otra cosa que vive, hay sangre que resbala, hay pulpa y médula. No tengáis piedad, amigos, ninguna, ninguna, ninguna piedad. Desgarrad vuestra alma entera y ponedla al sol. Aun cuando se ponga seca, aunque se queme no importa. Es preciso ponerse a sí mismo al descubierto, en trozos, delante de la gente. Amigos míos, sed los cirujanos, los carniceros, los descuartizadores de vuestra alma.
Como el héroe de Terencio, que cada uno se atormente a sí mismo sin tregua -como el Dios que se ofreció en holocausto, que cada uno se brinde también a los demás. Que todos sepan, en la ciudad, en la patria e incluso fuera, lejos si es posible, que en estos tiempos no vamos a la iglesia para coquetear con Cristo o que hemos soñado
aventuras y viajes circulares e imaginarios. Hagamos saber al mundo que ayer nos recreábamos con Apolo y que hoy vamos hacia Weimar, que somos viejos y que somos jóvenes, que hace tiempo hemos dejado a Nietsche a mitad de camino y que mañana, quizás, abandonaremos al poeta caudillo. ¡Seamos, en resumen, los pregoneros, los narradores de nosotros mismos! ¿No es acaso este el signo de nuestra superioridad? ¿No es quizás la aureola de nuestra grandeza?
¡Por consiguiente aceptemos el cargo, no nos detengamos para hacer y rehacer nuestras cuentas. Cada día pesémoslas en la balanza del espíritu, tomémonos el pulso a
cada hora, publiquemos cada década el boletín de nuestra salud o de nuestra enfermedad!
Y sobre todo hagamos proyectos, amigos míos. Hagamos muchos, grandes y continuos proyectos. ¿No es quizá el proyecto como el té, el café, el opio o el haschisch de la vida? ¿No es acaso el sustituto, el reemplazante, la fianza de la realidad? ¡Dios dulcísimo y benignísimo, cuánto te he amado y mecido y acariciado en el secreto de mi alma! ¿Quién cantará tus loas, quién hará tu apología con prólogo, notas y apéndice? ¿Quién te amará jamás como te he amado yo?
Dos felicidades, ¡oh divino!, son las que tú ofreces a los hombres. La de tener un pretexto para no hacer nada en espera de la selección -y la, del convencimiento de que se goza en el presente lo que se medita para el futuro. Tú eres, por consiguiente, ¡oh proyecto!, el doble y santo sendero del reposo, la doble escalera de ascensión al ocio perfecto.
¡Hagamos pues proyectos, amigos! Que nuestra vida esté hecha de planes y designios. Que la muerte no halle en nosotros sino promesas, que la vida no sea para nosotros más que una espera de lo eterno. Pero, ¿qué digo? Todo esto a que os exhorto, vosotros lo hacéis, lo habéis hecho. Confesad más bien que no habéis hecho sino esto. ¿No somos, por ahora, hombres que hacen un enorme consumo de fantasía, y no somos acaso los castos esposos prometidos de la vida y de la gloria?
Escuchamos rugir la vida en torno nuestro cual si fuera un gran mar, entre el canto de las sirenas y el estruendo de los destrozos. Pero todavía estamos aquí, en la orilla, con los pies entre la arena que cede, ni siquiera hemos pisado las primeras oleadas. Tampoco estamos todos en la orilla. Muchos de nosotros se hallan aun encerrados en sus casas, en sus viejos caserones, entre el hogar paterno y la celda mística. Y los veo, a estos muchachos grandes, que tienen ante sí grandes mapas y con el dedo señalan los caminos y con los ojos siguen los confines. Y abajo de cada mapa hay dos palabras: El mundo.
Todas las noches, cuando las estrellas nos vuelven más pensativos, cuando los hombres regresan del trabajo y tienen tiempo de pensar en lo que han hecho o harán, cuando pasan por las calles los cantos y los sonidos de aquellos que no pueden olvidar, nos ponemos frente a nuestros mapas y buscamos con los ojos un poco húmedos y la mano un poco temblorosa, el itinerario de nuestra vida.
¡Ansiedad terrible la de esta hora de indagaciones! ¡Miedo terrible de los abismos y los cenegales! Todo se encuentra marcado en estos mapas con signos ligeros y en diversos colores. Ahí está, a un lado, el País de la Ternura, pintado de azul y rosa, con bosquecillos bien arreglados, con riachuelos de plata en los cuales se deslizan pececillos de oro. Mas también está el París del Terror, lóbrego por tanto bosque, manchado de sangre, erizado de montañas, sin ríos ni lagos, árido y cruel como el corazón del que muere por caula de la ira. Y al lado, casualidad extraña, se halla el País del Sueño, cubierto de nieblas variables, con la vivacidad de ágiles linces, lleno de fantasmagorías, con desiertos que se animan al soplo del Hada Morgana, del espejismo, con precipicios que hacen nacer milagrosamente los puentes bajo los pies de los peregrinos, Y más lejos se ve el País de los Negocios, con su tierra bien fértil y sus establos atestados; el País de Dios con las chozas de los eremitas y las armonías de las basílicas; el País de la Palabra, rumoroso de gritos y hediondo de resuellos.
Todos estos países y muchos otros más son los que vemos, en el mapa del mundo, por la noche, bajo la luz familiar del quinqué. Y vemos los caminos que conducen
a los tesoros y que llevan a los éxtasis; que nos dirigen a la cuna del niño o nos arrojan al océano sin orillas, que poseen por mitad la locura o la potencia, la sepultura o el trono. Todos los vemos y los seguimos, marcándolos lentamente sobre el mapa con nuestro dedo febril. Y las horas pasan graves y tristes, pasan los hombres que alborotan, pasan las mujeres que ríen, y nosotros seguimos todavía las revueltas de los caminos y descubrimos los atajos, adivinamos los senderos e indicamos a nuestro cuerpo que aguarda, el retiro perfecto o la conquista de toda tierra. En tanto pasa el tiempo con su tácita crueldad. Le oímos cruzar ante nuestra puerta pisoteando como un ejército de demonios. Cada día es un demonio, cada hora es un demonio, cada minuto es un demonio, amigos míos. ¿Nadie lo advierte; nadie lo dice en voz alta? ¿Habré pues de recordaros con horror que cada día, cada hora, cada minuto nos hace menos jóvenes, menos fuertes, menos eternos? ¿Habré de haceros temblar pensando en la muerte del tiempo, en la muerte de la vida, en la muerte que no conoce redentores, que no sabe de resurrecciones? ¿Habré de deciros una vez más, con espanto y zozobra, que tenemos poco hilo del que tirar, poco aire que respirar, pocas bocas que besar, pocos instantes para crear?
¿No pensáis nunca en, todo esto? ¿No advertís este acoso del rápido destino que no descansa nunca? Y ¿no os ha sorprendido nunca, mientras despedazáis vuestra alma, mientras sacáis vuestros andrajos al balcón, mientras trazáis vuestros itinerarios, no os ha sorprendido nunca el desdén, el desprecio, el asco de vosotros mismos? ¿No tenéis nunca un ímpetu violento que os haga salir de la sala anatómica y abandonar los mapas geográficos, no experimentáis jamás un deseo salvaje de ocultar vuestro Interior y de rasgar vuestro mapamundi pintado?
¡Amigos míos, hacedlo siquiera por una vez! Decid: ¿Es que estamos aquí para hacer de nosotros un espectáculo? ¿Qué divino empresario nos ha contratado? ¿Es
que estamos en una feria para arrojar por la boca la escoria dorada, como un prestidigitador vagabundo? ¿Debemos consumir la vida migaja a migaja, gota a gota, diciendo lo que haremos en lugar de hacer, en marcar con curvas elegantes los viajes que no emprenderemos, en señalar sobre el mapa los triunfos que no obtendremos, en trazar los caminos que no conocerán nuestras pisadas?
Un pequeño esfuerzo, amigos. Arrojemos nuestros mapas a ese mar furioso y espumeante que tanto nos atrae. El mar es un dios prudente que sabe guardar los secretos; no nos traicionará. No arrojará a la orilla los cadáveres de nuestros propósitos. Acabemos, un día, de referir con bellas palabras lo que somos o tratamos de ser; dejemos de proponernos con acentos heroicos las fugas heroicas y las exploraciones -y caminemos. Que las palabras sean por última vez criados que no preceden a rey alguno.
¡Dirijámonos pues al sur, o bien hacia el norte! Clásicos o románticos, ¡qué importa! ¡Con Cristo o con Satanás, lo que sea! Líricos o dialécticos, dueños de palabras
o capitanes de voluntad; lo que queramos o podamos o sepamos. Pero hagamos algo, en nombre de Dios, démonos a nosotros, a los compañeros, a los enemigos, nuestra obra, la prueba de nuestra potencia conquistadora o generadora.
¡Que cada uno lleve a cabo su propia labor, por grande o pequeña que sea, que todos recojan su cosecha, bien sea de humilde avena o de rubio grano!
La nave se halla cerca de la orilla, en el puerto, calafateada con alquitrán negro, con todas las velas al viento, luciendo todas las banderas. El capitán, a proa, otea el horizonte; nuestro hombre está inclinado sobre las cartas de navegación oceánica buscando la ruta futura. Mas la nave permanece próxima á la orilla, las anclas están todavía fijas en el fondo, la nave no se mueve, la nave no zarpa aún.
En las puertas de la ciudad el caballero ha montado a caballo. El animal está enjaezado, el caballero lleva en su mano el arco nervioso, y al costado la espada oscura. Pero el caballo no mueve una pata, el caballero no lanza flechas, la espada no sale de la vaina.
Tú, hombre, estás en el solid de la vida, y se perciben tus ojos fríos que ven lejos, se oye el palpitar de tu corazón que desea y aborrece con igual vehemencia, se escucha tu respiración silbante, de fiera, que está a punto de lanzarse sobre la tierra.
Mas he aquí que a la hora de la espera sucede la de la impaciencia. La nave se mueve y se agita sobre el espejo de las aguas y hace lanzar quejidos a las amarras que la retienen junto a la orilla –el caballo patalea y relincha y tiende el belfo adelante, hacia el prado que husmea, hacia el campo que semeja una marea.. .
One thought on “Los Consejos de Hamlet”
hola! quisiera saber donde puedo conseguir el piloto ciego en formato pdf para descargar en la red. Hace tiempo ví unas obras completas del Giovanni Papini pero no tenía dinero. También quisiera saber si las puedo descargar desde algún lugar. Gracias
Terry McGinnis