Que la guerra no me sea indiferente

“Sólo le pido a Dios, que la Guerra no me sea indiferente” reza la conocida canción de León Gieco. Una letra linda para cantar en tiempos de paz, en los bares de nuestros corazones (mhm Trovajazz), o para música de fondo en una conversación entre amigos. Una letra poética para una situación trágica, dolorosa y profunda.

Los libros nos llevan a lugares y a perspectivas que no conocemos, nos dan un pincelazo, y luego la dejan como parte de nuestro criterio y pensamiento. Hace algún tiempo leía “The World of Yesterday” de Stefan Zweig (lo recomiendo a cualquiera interesado en la historia europea del siglo XXI), y me gustó porque da la perspectiva de un Vienés, viviendo una de las mejores épocas de la humanidad, en uno de los mejores lugares para disfrutarlo. En algún lado del libro, menciona a Miklós Banffy, un escritor húngaro que de otra manera nunca hubiese conocido. Buscando obras de Banffy me topé con la Trilogía Transilvania (link aquí) donde relata la per-guerra, a modo de romance —recordándome un poco a la trilogía de Ken Follet (Caída de los Gigantes, Invierno del Mundo y El umbral de la eternidad) — que no sólo me resultó un deleite de leer, sino que también me dio una perspectiva con un sesgo diferente de la guerra.

Banffy es húngaro, y escribe todo desde el punto de vista de un aquinense (oriundo de Budapest). La trilogía describe muy bien la alta sociedad húngara, su relación amor-odio con Austria, su “europeísmo” a tope, y una civilización en la cúspide de su desarrollo. Los diálogos van sobre la fuerza de la poesía de este, o del otro; las capacidades teatrales de este o aquel artista, las maravillas de este y aquel compositor. Los problemas eran “elevados”. Las preocupaciones del día a día solventadas (algo que aun nos falta en Latinoamérica). Hasta cierto punto, una vida feliz y tranquila.

Una Europa sin guerras por décadas, pero con corrientes fuertes bajo una aparente calma. Un polvorín de tratados, ideados para evitar futuras guerras, a la espera de un fosforazo que encendiera el fuego, chispa que llego de las manos de Gavrilo Princip.

Desde la era Trump me veo con preocupación el mundo de hoy al compararlo con la primera década del siglo pasado. Una época económicamente pujante, adelantos tecnológicos por muchas esquinas, preocupaciones cada vez más mundanas, y un mundo “civilizado” que ve la guerra como algo del pasado. Tal vez nuestras preocupaciones sean diferentes: las redes sociales, igualdades en varios frentes, lenguajes inclusivos, etc., pero preocupaciones “elevadas”. Los tratados de paz entre países funcionando, un mundo con décadas sin guerras reales y una aparente tranquilidad. Las corrientes han ido emergiendo: países hiper-divididos en derecha vs izquierda, pro-vida vs pro-aborto, renovadas disputas religiosas, etc. Vemos en el Globo entero elecciones definidas por porcentajes ínfimos (USA, Perú, España, Austria, Francia), “izquierdas” y “derechas” exacerbadas y polarizadas, la Biblia en los discursos, nacionalismos restablecidos y transformados (MAGA), y una serie de ingredientes que “llaman” a la guerra.

Y la guerra comenzó. Rusia creyendo que puede hacer lo que quiera con sus ex-repúblicas, añorando tiempos pasados en lo que era una potencia (hoy tiene un PIB menor al de Texas), pero con cierta legitimidad en lo que pide. La manera horrible. Pero, al igual que con los Panzers invadiendo Polonia hace 60 años, vistos por occidente como una anomalía: “nada más va a pasar” decían, pero pasó. Conozco personas y equipos cercanos que están ahí en cielo ukraniano peleando por su libertado. Pido por ellos. La guerra tiene nombres y apellidos, y la mayoría de los combatientes no quisieran estar ahí.

Toda mi simpatía y oraciones con los hermanos ucranianos, pero también con todos. Son momentos definitorios, y ojalá las derivaciones de esta invasión rusa queden en eso: unas semanas crueles en Ucrania. Pero no nos engañemos. Estamos sentados en un polvorín y sólo hace falta una chispa que reviente, y Putín tiene un encendedor un galón de gas en sus manos. Que la guerra no nos sea indiferente, “es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”…

Nosotros, los huesos que aquí estamos, por los tuyos esperamos.

Nosotros, los huesos que aquí estamos, por los tuyos esperamos. Memento Mori. “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris” (Génesis, dicho por Dios directamente). Huesos. Calaveras. Silencio. ¿Descanso? ¿Paz? ¿Destino? Muerte. Camino. Transición. Estas sensaciones me da la capilla de los huesos en la Iglesia de San Francisco en Évora.

Recordar de modo recurrente la realidad de la muerte nos pone en contexto. La entendamos o no, la queramos o no, la meditemos o no, creamos en ella o no, es inevitable nuestro paso por ella. Así como en la foto, algún día -no muy lejano- mis huesos se unirán a esa colección. Aquellos cuyos huesos veo aquí realmente me esperan. Estaré más con ellos mas tiempo de lo que he estado sin ellos.

Mis logros, mis sueños, mis dolores y preocupaciones, mis ilusiones, desencantos. Mis generosidades y egoísmos. Mis deseos de paz y de poder. Mis secretos y mis logros. Todo, absolutamente todo, quedará ahí. Unos huesos, tal vez unos recuerdos, y alguna que otra obra quedarán unos años más. Pero no tantos.

Cuando veo una bebé me cuesta comprender que ella está emprendiendo este camino. Que lo estamos haciendo juntos. Y que más temprano que tarde estaremos reunidos ahí, en ese osario.

Viene a mi memoria el famoso pale blue dot de Carl Sagan. Todo lo qué pasó, pasa y pase en esta realidad está confinado a ese pequeño espacio y tiempo. Pronto ya no será. Pronto no habrá ni humanos para recordar.

Pero esa realidad es vida. Aunque es volátil, pasajera, mutable, efímera, y perecedera, es lo único que tenemos. Este momento. Este instante. Esta colección sucesiva de segundos que nos conducen al instante final. Esto es lo que hay. Y en ese todo hay una hermosa paradoja. Es poco, pero es mucho. Es vasto. Tiene un significado si se lo queremos dar.

Al Cielo se van los que fueron felices, me dijo una vez un sacerdote amigo. Con independencia de la fe de cada uno, veo ahí el secreto. Y no es esa felicidad o alegría transitoria o pasajera, sino aquella más profunda, más estable, más rústica, más sencilla. Esa que lleva a aceptar que un día seré uno de esos huesos. Que no importa a que niveles de “grandeza” o de “normalidad” llegue, igual estaré juntándome a esos huesos que me esperan. Esa felicidad que se desprende al encontrar y aceptar la dualidad que tengo de ser único y uno más. De saberme Luis, de saberme frágilmente humano. Esa felicidad que empuja a ayudar. Que saborea un parque silencioso, una ciudad ruidosa, un bebé viendo sus dedos, y un avión despegando.

Esa aceptación ayuda con los miedos. Si el peor miedo es morir, el reconocer que es una realidad inevitable me lleva ahí. Si el peor miedo es vivir mal, el someterse a la realidad que en unas cuantas décadas -o quizá días, o horas- esto terminó. Y todos los mini miedos intermedios. Ellos también son transitorios.

La anécdota dice que dentro nuestro hay dos lobos, uno bueno y uno malo. Sobrevive al que le demos de comer. Démosle alimento a ese lobo joven y viejo que acepta que es lobo -fuerte, voraz, ágil- pero que dejará sus huesos en la nieve.