Durante años de su vida, nunca sintió el sentido de urgencia. Ahora era parte infalible de él. Entendió un día, no se acuerda bien cuándo ni por qué, que el mundo pasa, que la vida camina y que no pregunta. Siempre estuvo esperando esa llamada, ese tiro al aire que le indicara que la carrera había comenzado. Pero no siempre se nos habla así. La carrera comenzó hace mucho, desde que se comienza a existir, en algunos casos incluso antes.
Pero ahora comprendía que tenía que hacer las cosas. Recordaba constantemente el consejo del gato a Alicia “…pero si caminas lo suficiente llegarás a algún lado”. Sabía que no había encontrado esa razón mayor por la cual debía vivir, pero sabía que no podía esperarla más. Alguien le dijo “bienaventurados los que no esperan” y comprendió la frase a la perfección.
No hacer nada era abominable para él. Pero era más aterrador hacer cosas que no servían, cosas que no le daban algo. Sí algo, dinero, experiencia, nombre, lo que fuera. Estaba harto de estar haciendo las cosas por qué sí. Ahora tenía metas pequeñas, tal vez no las más nobles que podía proponerse como humano, pero metas al fin.
Comprendió que había cosas que le hacían mal. Más que a su cuerpo, a su alma. Y se alejó de esas cosas. No quiso verlas nunca más. Comenzó a sentir que tenía el control, que las cosas dependían de él. Y las luces comenzaron a encenderse.
Se dio cuenta que tenía una vida, una y sólo una, diría un matemático. Cada cosa que optaba por hacer significaba que dejaba de hacer otras cosas. De modo que la decisión fue siempre difícil. Todo era prueba y error, pero cada prueba era costosa, de modo que había que escoger bien las pruebas.
Se vio como alguien de éxito, y para allá apuntó. Sí, podemos decir que nuestro amigo se convirtió en alguien exitoso, que rompió los lazos que le ataban y le unían a la tierra, que le volvían lodo. Comenzó a volar, a explorar. Ya sus pruebas eran cada vez más costosas, pero cada prueba ganada era más lo que ganaba. Era un sabor dulce aquel.